Después de la cena fuimos a sentarnos bajo el olivo de la entrada principal, como lo hacíamos casi todas las noches, cuando pasábamos vacaciones en el Edén, a escuchar las historias que nos contaba la bisabuela Magdalena Aquella era una noche hermosa, engalanada por una luna majestuosa que parecía puesta adrede sobre la casa.
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Mamagdalena, acomodó su falda amplia entre las
piernas, se reclinó en su butaca preferida y subió a Mi hermanita Paulina sobre
su pierna derecha, yo me senté a su lado en una silla pequeña y recosté la
cabeza en su pierna izquierda, desde donde le miraba la cara, y me perdía en
sus palabras. Mientras Paulina también escuchaba atenta mirando al cielo como
contando estrellas y jugueteaba al descuido con un mechón de mi cabello. A mi
hermana y a mí, nos extasiaban las anécdotas de una juventud que empezó con el
siglo XX, transportándonos a un mundo fantástico, que era para mí ese pasado
donde la gente no sólo se vestía diferente, sino que pensaba diferente;
donde la palabra de un hombre valía más que sus bienes, y la desobediencia e
irrespeto de un hijo se castigaba con dureza y amor.
Gracias a las historias que nos contaba la
Bisabuela en las noches de nuestras vacaciones en el Edén, fue que conocí un
poco del bisabuelo Calixto, quien siendo músico alegró muchos festines en esta
región. Y supe del gran amor que se profesaron, del dolor que le causó la
muerte precoz del bisabuelo, de lo difícil que fue para ella asumir su viudez
siendo muy joven, enfrentar la vida con cinco hijos y encargarse de la
administración del Edén. Esa noche contándonos cómo conoció al bisabuelo
Calixto, la voz se le llenaba de nostalgia, mientras el viento que venía del
mar abanicaba las hojas del olivo, y movía sutilmente los rizos de su cabello
blanco, como si fuera la mano del bisabuelo la que los estuviera acariciando.

Intempestivamente las vacas en el corral empezaron
a mugir y los chivos se inquietaron; el macho de la manada se estrellaba
contra la cerca del viejo corral buscando salir. Las gallinas que solían pasar
la noche en el guayacán cacareaban y los gallos cantaron; aquella no era una
manifestación cualquiera, era un festejo, un verdadero canto a la vida. Tío
Juan, papá y el abuelo, salieron a inspeccionar el área. Recorrieron palmo a
palmo los cuatro costados de la casa. Llena de curiosidad intenté ir detrás de
ellos, pero la orden estricta de mi madre me lo impidió, obedeciéndola tomé a
mi hermanita de la mano y nos fuimos a la habitación, donde traté de quedarme
en vigilia para enterarme de lo que sucedía, pero el sueño fue más fuerte que
yo.
A la mañana siguiente, en el desayuno, quise
saciar mi curiosidad, saber qué había ocurrido la noche anterior, pero Paulina
lamiéndose el bigote que le dejó la espuma de la leche, se adelantó y preguntó:
-¿Anoche se metió un ladrón, Abuela?
La abuela movió la cabeza en gesto negativo y
sonrió - Hay una sorpresa, seguro les gustará. – dijo mientras se levantaba de
la mesa. Nos tomó de las manos y nos llevó al corral donde estaba él, tan
chiquito, irradiando tanta ternura.
-Nació anoche – dijo Mamagdalena que llegaba en el
momento.
-¿Dónde está la mamá? – preguntó Paulina
-Se murió en la madrugada.
Paulina y yo lloramos de tristeza al pensar la
suerte del recién nacido sin su madre, imaginábamos lo triste que serían las
noches frías en tan cruel orfandad. Desde ese día, durante el resto de las
vacaciones, Paulina y yo cuidamos del chivo y jugábamos con él como si se
tratara de un muñeco, su fragilidad me enternecía.
El fin de las vacaciones siempre me llenaba de
nostalgia, aunque teníamos la certeza de volver al Edén una vez terminara el
periodo académico, nos costaba trabajo desprendernos de aquel sitio donde
éramos libres y felices; en aquella ocasión además de eso, tener que dejar solo
al chivo nos entristecía aún más. Por ello, el día anterior a nuestro regreso
al pueblo, le pedimos a nuestros padres que nos dejaran llevar el chivo a la
casa, al principio se negaron, pero ante la insistencia y los planes de una nueva
vida para él en el inmenso solar de nuestra casa, bajo nuestros cuidados y
cariño, papá, mamá, los abuelos y la bisabuela, aprobaron la idea.
Cuando llegamos al pueblo, lo primero que hicimos
antes de reencontrarnos con los amiguitos de la cuadra y de preparar los útiles
para regresar a la escuela, fue mostrarle al nuevo miembro de la familia, el
lugar que en adelante sería su hogar y escogerle un nombre. Pensamos muchos sin
que ninguno nos agradara totalmente, hasta que mi papá puso fin al dilema,
cuando dijo - ¡Cantalicio! Llamenlo Cantalicio – Paulina levantó la cabeza y
apartó de su cara los rizos de su cabellera negra, frunció las cejas, sus ojos
grandes y brillantes me miraron. Le sonreí y agarrándonos de las manos saltamos
gritando - ¡Cantalicio, Cantalicio! – Desde entonces nadie volvió a llamarlo
“chivito”.
Con el paso de los días Cantalicio se convirtió en
un gran compañero de juegos, sobre todo cuando jugábamos futbol en el solar con
nuestros amigos. Corría detrás del balón como si fuera un niño más. Lástima que
tiempo después esa pasión de cabecear el balón lo convirtió en un peligro para
él mismo, para los demás niños del vecindario e incluso para Paulina y para mí.
Cantalicio fue creciendo sano y hermoso, pero al
tiempo le iban saliendo un par de cachos, poco a poco olvidaba su pasión por él
futbol y ya no sólo cabeceaba pelotas, sino que embestía todo lo que se
moviera. Sin embargo, era respetuoso y obediente con sus amos, y nunca, al
menos mientras vivió con nosotros, golpeó a alguien de la familia. Un jueves, a
la hora de la cena, mamá nos comunicó la decisión que había tomado papá y ella;
Cantalicio se iría de la casa, según ellos era mejor llevarlo nuevamente al
Edén y así evitar una calamidad. Para nosotras la noticia no fue agradable,
pero la mirada firme de papá nos indicó que pese a nuestros berrinches,
lágrimas y chantajes, Cantalicio se iría sin que nada lo impidiera. Con
mucha dulzura mamá nos hizo entender que para él volver al Edén era de algún
modo la oportunidad de disfrutar de una libertad, que querámoslo o no, había
perdido, pues, aunque el patio de la casa era grande y estaba lleno plantas y
árboles, era en sí muy reducido para un chivo como él, además vivía solitario.
En cambio en el Edén había una manada esperándolo y un paraíso que conquistar.
La finca era hermosa, un sitio que hacía honor a
su nombre, una tierra fecunda donde la naturaleza derramaba su generosidad. En
el Edén la casa estaba ubicada en la cima de una loma. Hacia el norte, la vista
ofrecía un potrero fastuoso, rodeado de árboles grandes que engalanaban el
entorno con gajos de flores de diferentes colores, como compitiendo entre ellos
para regalar mayor belleza; donde se destacaban el violeta de las flores del
roble, la imponencia de unas veraneras que juntas simulaban formar un arcoíris,
las acacias y los lluvia-de-oro, con sus flores amarillas daban brillo al
paisaje. Un poco en la distancia se divisaba el mar gallardo, haciendo alarde
de sus siete colores, en contraste con el cielo azul. Al occidente estaban
plantados unos cultivos de yuca, plátano y maíz. Al oriente, había un espeso
bosque, al que siempre temí y por eso nunca entré sola en él. Hacia el
sur, de un lado estaban los corrales y junto a estos estaban plantados dos
mamoncillos y varios guayabos, un poco más adelante había dos viejos árboles de
mango. Abajo, la falda de la loma se vestía del rojo hermoso de una multitud de
cerezos, y se bañaba con el agua cristalina de un arroyuelo que parecía
estancarse al pie de la loma, pero seguía su recorrido hacia el norte por detrás
de ella para finalmente entregarse al Caribe.

El sábado temprano nos preparamos para viajar con
Cantalicio al Edén, el recorrido no fue tan aburrido como sí lo fue el viaje de
regreso a casa el domingo por la tarde sin nuestra amada mascota, desde
entonces lo veíamos sólo en vacaciones. Sin embargo el tiempo fue causando
estragos en la memoria de Cantalicio, poso a poco se acostumbró a nuestras
prolongadas ausencias y nos fue olvidando, lo que no olvidó fue su costumbre de
cabecear cualquier cosa según su antojo. Sus pilatunas le dieron fama en la región,
pero las voces que lo acusaban de haber golpeado a fulanito, a zutanito, al
perro, al gato, a otros chivos, incluso a los caballos, lo tildaban de
peligroso, porque a medida que pasaba el tiempo también crecían sus
cachos.
Transcurrido casi año y medio, en unas vacaciones
de mitad de año, llegamos al Edén, y Canta no estaba cerca de la casa
como solía estar, según nos contó Mamagdalena, se había cansado de estar solo
en los alares de la casa mientras los otros chivos correteaban en manada por
los pastizales y potreros. Ya era padre de familia, ahora era el macho alfa de
la manada. Una tarde Paulina, el tio Juan y yo recogíamos cerezas, cuando vi la
manada de chivos, algunos abrevaban en el arroyo, otros comían pasto y una que
otra cereza. Divisé a Cantalicio en la distancia, venía subiendo la loma detrás
de una chiva coqueta, llevada por la emoción corrí a su encuentro, feliz
llamándolo. No obedecí los gritos de mi tío advirtiéndome que no me le
acercara, por un momento pensé que me había reconocido y que venía hacia mí
como en otros tiempos. Pero cuando lo tuve en frente el movimiento de su pata
delantera derecha y la leve inclinación de su cabeza me confirmaron que Canta
ya no me recordaba, comprendí entonces que era mejor correr hasta la casa para
ponerse a salvo.
Ya casi habíamos subido la loma, esta vez él
detrás de mí, cuando caí al suelo, ahí probé la fuerza de su cabeza y lo cruel
de su fiereza. Como pude me levanté, pero me embistió muy fuerte y rodé cuesta
abajo sobre el tapiz de hojas secas y cerezas maduras. Una de las raíces del
viejo mamoncillo detuvo mi recorrido. El sonido de un disparo me asustó
aún más. El abuelo, estaba sentado en el jardín de la casa limpiando la
vieja escopeta que fue del bisabuelo Calixto y al ver la fiereza con que
Cantalicio me agredía gastó su último tiro para apaciguar su ira y salvarme a
mí de ella. Tío Juan me llevaba en brazos hasta la casa, cuando estábamos junto
al olivo, a pocos metros vi a Canta tendido en el suelo, salté de los brazos de
mi tío y corrí hacia Cantalicio nuevamente. Estaba sobre un charco de sangre y
sus ojos de chivo explayados.
Irene Tapias C
Montería, abril de 2010